El burgués en Marx y en los austríacos
- pablosviajsk
- 11 feb 2021
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En el caso de la escuela austríaca el rol del empresario es categórico respecto a la importancia del empresario en relación al resto de las clases: Al no ahorrar, ni los trabajadores ni los terratenientes contribuyen en nada en crear las circunstancias que generan progreso social. Son parásitos que se benefician del ahorro y los riesgos que otros toman para satisfacer sus necesidades. Tanto los que acumulan capital, como aquellos que saben utilizarlo para satisfacer las necesidades más perentorias son los que aseguran el crecimiento ininterrumpido de la riqueza. Dado que los medios de producción son escasos, la figura del empresario es muy importante debido a que se ocupa de tomar las decisiones que determinan el propósito con el cual se emplearán los escasos medios para atender las necesidades más urgentes. En la medida en que la economía crece y se acumula capital, el empresario renueva su importancia debido a que debe decidir constantemente el empleo de los bienes de capital que engendra el ahorro determinado por los cambios que se producen entre la valoración del consumo presente y futuro. Al poner en producción estos nuevos medios, la riqueza social aumenta, es decir, que los bienes para el consumo inmediato aumentan sin consumir el ahorro. En la marcha de este repetido proceso de acumulación, sin embargo, no son los empresarios los que más se benefician. La riqueza y los ingresos de las restantes clases aumentan constantemente haciendo que los empresarios se enriquezcan en su conjunto. Estos innovadores, al demandar los factores de producción necesarios para ampliar la producción de acuerdo a sus previsiones, crean al mismo tiempo los ingresos con los cuales se compraran las nuevas mercancías producidas siempre y cuando la oferta responda a la estructura de la demanda de ese bien. De esta manera se aumenta la riqueza en la sociedad. La oferta crea su propia demanda constantemente en la medida que las inversiones sean hechas con inteligencia. De lo contrario se consume capital y la riqueza decrece. Sin embargo, lamentablemente los planes de progreso económico de los empresarios necesitan de la participación de otros grupos, por lo que tienen que dar participación en el progreso social a obreros, terratenientes y a otros capitalistas. Al incrementarse la riqueza de estos grupos, en la medida que adquieren lo que necesitan al menor precio posible, consumen la fuente de la ganancia empresarial y los beneficios caen. De nuevo, será responsabilidad del empresario aumentar una vez más la riqueza social para obtener ganancia, empujando al resto con él.
Sin embargo, por más importante que sea el empresario, en el análisis austríaco el rol más importante de la economía se centra en la figura de ‘los consumidores’. Esta figura, como es lógico, engloba a todos aquellos que participan del mercado, a obreros y capitalistas por igual, en una red de relaciones democráticas y libres. Son los consumidores, con sus decisiones de comprar o no comprar aquellos que, en definitiva, determinan la distribución de la propiedad en la sociedad, ya que definen qué y cuánto ha de tener cada persona que participa del mercado. Si, por ejemplo, los consumidores decidiesen dedicar en masa sus ingresos – porque así lo ponderan – a la compra de sardinas, entonces aquellos obreros y capitalistas dedicados a la rama experimentarían un aumento en sus ingresos, al tiempo que más personas trabajarían en dicha industria; y lo mismo vale para los medios de producción que esa industria utiliza, y, en consecuencia los obreros y capitalistas que los producen. Con esto, el consumidor no sólo determina cuanto tiene cada uno, sino a qué trabajos va a dedicarse la sociedad en su conjunto. De esto se desprende que, para la escuela austríaca, las rentas que cada individuo posee, en última instancia, pueden ser determinadas por las decisiones democráticas y autónomas de una enorme masa de consumidores, que en su consumo ponderan cuantitativamente el aporte que cada individuo realizó a la satisfacción de las demandas de la sociedad: “Corresponde exclusivamente a los consumidores el determinar cuál misión cada persona haya de desempeñar en la sociedad. Comprando o dejando de comprar, los consumidores señalan la respectiva posición social de las gentes”[1]. Sin embargo, al analizar más de cerca la cuestión, uno podría llegar a la conclusión de que la posición social no sólo depende de las preferencias del consumidor, sino de una acumulación previa, y a la magnitud del capital mínimo necesario para comenzar una inversión. Esta objeción, sin embargo, no cambia en definitiva la posición de los austríacos, ya que, ellos parten de la premisa según la cual “El acceso a cualquier específica rama industrial virtualmente es libre”[2]. Cualquiera, tenga o no capital, puede con inteligencia e imaginación asaltar posiciones ocupadas por grandes empresas. Empero, el que alguien acceda a ella o no, depende en última instancia de las urgencias psíquicas del consumidor. Sus constantes cambios de humor pueden habilitar a cualquier nuevo industrial para que invente una mejor o más económica forma de satisfacer estas demandas. La escuela austríaca incluso va más lejos en su intento de determinar las rentas a partir de factores psíquicos y no de restricciones de clase. No sólo virtualmente cualquiera puede entrar en la producción si posee perspicacia, sino que tampoco se necesita tener capital, ya que, si bien la oportunidad de ganancia requiere invertir, esa cualidad psíquica alcanza para persuadir a aquellos que poseen ahorro para que le presten el capital necesario. De esta forma el empresario “ha descubierto la manera de obtener un beneficio puro sin necesidad de invertir nada”[3]. Para los austríacos, en consecuencia, la propiedad no posee relación alguna con los beneficios empresariales, cosa que lógicamente se desprende de su definición psíquica del mismo. El accionista, en cuanto propietario recibe meramente una cuasi – renta (sic) por su participación en la producción. De lo dicho se desprende que, para los austríacos, el proceso selectivo del mercado de ninguna manera puede instaurar una sociedad de clases, ya que los empresarios no forman una específica clase social. Todo el mundo puede convertirse en empresario si posee las cualidades necesarias. Toda persona en la sociedad de mercado puede optar por ser empresario, es decir postergar su consumo presente en vistas a aprovechar una discrepancia de precios producida por los cambios en las necesidades del consumidor.
Aun cuando la escuela austríaca plantea como consecuencia lógica de sus premisas el carácter neutro que juega en la economía el nivel de acumulación previo de capital y la posesión de los medios de producción, necesariamente al avanzar hacia las consideraciones respecto a la moderna empresa capitalista, estos presupuestos teóricos comienzan a chocar con la realidad. Frente a esto, como ya vimos en el pasado, los autores austríacos tienden a colocar razonamientos extraños a la cadena lógica que proponen. En la gran empresa capitalista el ajuste de su marcha a la cambiante situación del mercado, es decir, la actividad que la escuela austríaca identifica con la de empresario, es llevada adelante por un conjunto de directores que, en última instancia, responden al director ejecutivo (CEO). Que, si bien recibe altísimos ingresos y hasta partes porcentuales de las ganancias, él mismo es un empleado de los dueños del capital. En este caso la función social queda relegada a un contratado ¿Cómo mantener la importancia del factor psíquico para la justificación de la ganancia? La respuesta es similar a las ya ensayadas para temas similares: La responsabilidad de contratar a alguien que lleve adelante la función empresarial es la verdadera función empresarial. El empresario entonces es aquel que sabe contratar a los mejores para hacer de empresarios. Al respecto, los autores parecen observar que el argumento es un tanto deficiente, por lo que introducen otra hipótesis para rescatar la primera. Si bien el director toma las decisiones que corresponden al empresario como un contratado, el CEO no se hace responsable de las pérdidas y, esto último es lo que verdaderamente caracteriza al empresario: el arriesgar dinero en última instancia. Sin embargo, las grandes empresas ni siquiera poseen esta estructura simplificada ya que cotizan en bolsa, es decir que su propiedad se encuentra distribuida en partes alícuotas entre los tenedores de acciones. Esto, para los austríacos, no altera el argumento ya que consideran que la función de los accionistas es la de valorar el trabajo que llevan adelante los directores ejecutivos al invertir en las empresas que manejan o despedirlos. En esto queda relegada la función empresaria que en un principio parecía determinante: en arriesgar su dinero en las empresas que presenten los mejores balances en la bolsa. Sin embargo esto tampoco es exacto ya que los capitalistas en general ni siquiera invierten directamente ellos, sino que ponen su dinero en fondos manejados por directores de fondos de inversión (llamados ‘consejeros’ por los austríacos), quienes son los que toman las decisiones de inversión en la bolsa por estos capitalistas. Mises se ve acorralado debido a las incongruencias entre el análisis empírico y las conclusiones lógicas de sus premisas. En lugar de replantearse las premisas frente a esta inadecuación tan brusca se busca la explicación por afuera de las condiciones del mercado, las cuales se presuponían como premisas para la explicación del rol empresarial. El responsable al que apuntan es el Estado: “Son los accionistas y los mandatarios de su elección, los consejeros, quienes trazan las líneas a que ha de ajustarse la actuación de las sociedades. Los consejeros nombran y despiden a los directores. (…) En última instancia, jamás una empresa próspera hállase controlada por gentes a sueldo. La aparición de una todopoderosa clase directorial no constituye fenómeno que la economía de mercado provocara. Antes al contrario, dicho fenómeno es fruto de una política intervencionista”[4].
Por último, otra consecuencia de la constatación empírica arroja que, en todo análisis económico, se debe considerar que las diferencias sociales juegan un rol importante en las determinaciones económicas. Sin embargo, llegado a este punto, en lugar de cambiar las premisas, los austríacos continúan con el corolario de sus posturas de base: “Los comienzos, posiblemente, sean más difíciles para el muchacho pobre que para el hijo del rico. Lo que pasa es que a los consumidores no les importa un bledo las respectivas bases de partidas de sus suministradores (…) Si la transmisión hereditaria funciona eficazmente, la prefieren a otros sistemas menos eficientes. Contémplanlo todo desde el punto de vista de la utilidad y el bienestar social desentendiéndose de unos supuestos, imaginarios e impracticables derechos «naturales» que facultarían a los hombres para competir entre sí con las mismas oportunidades respectivas. La plasmación práctica de tales ideas implicaría, precisamente, dificultar la actuación de quienes nacieron dotados de superior inteligencia y voluntad, lo cual sería a todas luces absurdo”[5]. En la pluma de Mises el mercado pasa rápidamente de ser la realización de la más perfecta democracia, en donde la realización individual y la social coinciden, a un despotismo que sanciona la desigualdad social de forma ciega en base a los intereses inmediatos y ciegos de sus participantes. Una vez más tenemos la hipótesis ad hoc para explicar la forma concreta mediante la cual se presenta efectivamente el mercado cuando esta contradice las premisas del sistema. Frente al contacto con la realidad empírica la construcción a partir de los impulsos psíquicos de las categorías de mercado y de empresario quedaron transfiguradas totalmente. Del reino de la libertad que prometía el mercado pasamos al despotismo ciego del consumidor, y del emprendedor que se carga sobre sus espaldas el progreso social con nada más que su inteligencia y sagacidad, pasamos a un ocioso que entrega sus capitales para ser acrecentado por directores ejecutivos y consejeros de bolsa sin ningún tipo de función social relevante.
El sistema de producción y de circulación de capital, para el marxismo, posee sólo dos puntos de arranque: la clase capitalista y la clase obrera como desdoblamientos de la relación social total que los contiene a los dos: el capital. “Como capital, sólo puede ponerse al poner al trabajo como no – capital, como valor de uso puro (…) el obrero se contrapone al capitalista no como valor de cambio, sino que es el capitalista quién se contrapone a aquél en tal carácter. Su carencia de valor y su desvalorización constituyen la premisa del capital y la condición del trabajo libre en general (…) con ello se pone al trabajador formalmente como persona que aun al margen de su trabajo es algo para sí misma y cuya expresión vital sólo se enajena como medio para su propia vida”[6]. Esta relación total se manifiesta en su forma económica (cosificada) a partir de la categoría de la tasa media de ganancia, en la cual el conjunto de todos los capitalistas personificados como el capital global participan de la explotación del colectivo de obreros. El cuidado que se toma un capitalista individual en el cuidado de los obreros puestos bajo su comando se deriva de que, ya sea mediante el aumento de la intensidad del trabajo, o de la jornada del mismo, o de la mecanización, dicho capitalista puede embolsarse una porción mayor de la plusvalía que le corresponde de media bajo la forma de ganancia extraordinaria.
En el sistema de pensamiento marxista, tenemos entonces, que el empresario aparece como la personificación de una fuerza social objetiva antes que como un sujeto dotado de cualidades psíquicas particulares que justifiquen su posición social, es por esto que, en lo relativo al rol del empresario poco puede decirse que no se haya dicho ya en relación al capital como relación social.
[1] Von Mises, Ludwig. “La acción humana: tratado de economía” Pág.423. [2] Ibídem. Pág.423. [3] Kirzner, Israel. “El empresario”. Pág.12. [4] Von Mises, Ludwig. “La acción humana: tratado de economía”. Pág.467. [5] Ibídem. Pág.425. [6] Marx, Carlos. “Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857 – 1858”. Pág. 232.
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