Los trabajadores en Marx y en los austríacos
- pablosviajsk
- 11 feb 2021
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La escuela austríaca considera al trabajo, junto a la naturaleza, como uno de los factores originarios de la producción. De estos dos, el trabajo es el que más escasea, por lo que el aprovechamiento de los recursos naturales se encuentra determinado por la disponibilidad de trabajo. Debido a que toda explicación económica se reduce, en esta corriente, a factores psíquicos antes que compulsiones exteriores al individuo, sus autores explican que el sujeto trabaja debido a cuatro razones. Puede esforzarse porque quiere dar fuerza a su mente y cuerpo, puede hacerlo para servir a dios o también para evitar peores males, es decir, para olvidar. Por último puede trabajar porque valora más la recompensa de llevar adelante la labor que el ocio por no hacerlo. Este último es el trabajo que, en sí mismo, no gratifica al productor y es llamado extroversivo. Este último es el más importante en la economía, aunque los otros no deben desestimarse. El concepto de extroversivo, sin embargo, no debe entenderse como compulsivo, sino como libre. El trabajo compulsivo, en la corriente austríaca, es aquel que el individuo realiza por imperativos diferentes al cálculo individual que lo lleva a valorar más la recompensa que el ocio. En una sociedad que es considerada, por la escuela austríaca, como totalmente libre, en la cual cada individuo al realizarse también realiza al conjunto, la realidad empírica del sufrimiento laboral se encuentra demasiado extendida como para ser ignorada. Una vez más, frente a la contradicción entre lo que debería ser y lo que es, se inserta un factor externo que pervierte la realidad. En este caso no es el Estado, sino que ese factor son los socialistas. De esta forma, aunque el trabajo bajo el imperio del mercado es siempre libre, los austríacos deben reconocer que el mismo no genera la felicidad esperada en aquellos en los que recae la tarea, especialmente en una sociedad como la capitalista, en la cual, según reflexionan, el progreso material es progresivamente mayor para un número cada vez mayor de personas: “El industrialismo moderno no se interesó específicamente por incrementar la alegría del trabajo. Bastábale el enorme progreso material que proporcionaba a los trabajadores en su calidad tanto de asalariados como de consumidores, No parecía en verdad necesario conceder supletorios atractivos cuando los obreros atropelladamente acudían a las fábricas (…) Eran tan evidentes los beneficios que la organización capitalista deparaba a los de menores medios que ningún empresario estimó necesario encandilar a los obreros con arengas procapitalistas”[1]. Sin embargo, esos beneficios evidentes no se reflejan en la actitud de los trabajadores frente a su labor. Es en este punto en el cual los austríacos introducen factores externos – ‘ideológicos’ – que explican la falta de entusiasmo, como por ejemplo la propaganda anticapitalista ideada con el objetivo de suprimir la alegría de trabajar. Se le hace creer al obrero que él no trabaja porque valora en su subjetividad la recompensa al ocio, sino que lo hace porque le fue impuesto coactivamente por la forma injusta de organización social. Cuando el obrero cree en estas mentiras “ofuscado por esa propaganda socialista olvida que la incomodidad del trabajo constituye inexorable realidad, la cual ni medidas ni ordenaciones sociales de ningún género pueden suprimir. (…)Comienza a considerarse desgraciada víctima de injusto e ilógico sistema; transfórmase en malhumorado, criticón e inestable sujeto”[2]. En definitiva, por medio de la ideología se intenta explicar la insatisfacción del trabajador en una sociedad en la cual todo trabajo es una elección racional que el individuo toma sin coacción alguna.
La escuela austríaca explica la jornada laboral a partir del principio de la maximización. Es decir, consideran que el trabajador no trabaja ininterrumpidamente durante el día hasta agotar su capacidad laboral, sino que lo hace libremente hasta que la gratificación que esta le proporciona es menor a la desutilidad de trabajar. El trabajador es libre, razonan los autores de esta corriente, debido a que vende su disposición a trabajar como una mercancía. El empresario, forzado por los precios de mercado, no puede imponerle condición alguna, sino que debe negociar en las mismas condiciones, como corresponde a cualquier relación impersonal de mercado. El patrón debe organizar su establecimiento de forma tal que el mismo atraiga a los trabajadores que este necesita. En cuanto a las condiciones laborales, es decir, el salario, la forma de las mercancías que debe producir, la intensidad del mismo, etc. el empresario no tiene opción más que obedecer las conjuntas decisiones de las personas que intervienen en el mercado. En este sentido cumple un rol parecido al de ‘intermediario’ entre el obrero y las condiciones del mercado que imponen el ritmo y las condiciones a su negocio. De nada sirve la queja “Estamos ante fenómenos masivos, sobre los cuales poco influyen las actuaciones individuales”[3].
Los límites máximos y mínimos del salario se encuentran, según esta escuela de pensamiento, determinados de forma precisa por las condiciones del mercado. En el piso salarial se encuentra determinado por la demanda de los empresarios deseosos de obtener lucro incorporando una unidad más del factor productivo en las condiciones presentes del mercado, y el techo se encuentra fijado por el precio al cual el empresario especula que podrá vender la mercancía con ganancia al incorporar una unidad más del factor trabajo. En definitiva, estas dos fuerzas terminan confluyendo y determinan la magnitud del salario en aquella cantidad en la que se igualan con el precio al cual puede venderse el aumento de la producción producto de la incorporación del último trabajador, deduciendo el costo de los materiales empleados y el interés del capital invertido. Dicho de otra manera, el salario se iguala a la productividad marginal del factor trabajo. Todo aquel empresario que remunere a sus trabajadores por debajo de ese precio puesto por las preferencias del consumidor tiene necesariamente que renunciar a contratar a los trabajadores que le permitan sacar el mejor provecho a los bienes de capital instalados. Al llegar a este margen, nos encontramos con los límites de la desocupación. Este fenómeno, razonan los austríacos, no puede existir en una economía de mercado más que como una elección. El desempleo es siempre voluntario y el que lo elige está optando por el que considera el menor de dos males: el placer del ocio y la desutilidad de trabajar. Sin embargo, uno podría argumentar que la falta de medios de consumo obliga al obrero, a la larga, a aceptar condiciones salariales que nunca aceptaría de otra forma. Aceptar esta premisa rompería con el sistema austríaco de pensamiento, que coloca al trabajador como una mercancía más, es decir, como algo que uno puede abstenerse de vender si el precio no lo satisface. Para mantener estas premisas, los austríacos necesitan argumentar que el trabajador no necesita vender su fuerza de trabajo porque siempre posee ahorros que le permiten aguardar hasta vender su capacidad laboral.
En definitiva, igualmente aún si el obrero no posee ahorros, todo aquel que busque trabajo podrá encontrarlo, sólo debe bajar sus pretensiones laborales o mudarse a donde sea requerido: “Quien no desea esperar, siempre encuentra trabajo en una economía de mercado, pues invariablemente existen recursos naturales sin explotar y, además, con frecuencia, inaprovechados factores de producción anteriormente producidos. Para encontrar trabajo, el interesado, o reduce sus exigencias salariales, o cambia de ocupación, o varía el lugar de trabajo (…). Cuando elige el desempleo, tal paro constituye fenómeno de mercado de naturaleza idéntica a la de los demás fenómenos mercantiles que toda cambiante economía registra”[4]. Debido a que parte del principio que indica que toda la desocupación es voluntaria, la escuela austríaca debe necesariamente negar cualquier determinación objetiva del salario. Debido que el salario no obedece a la determinación de tener que reproducir al obrero en condiciones establecidas, sino que es una preferencia psíquica – la preferencia a obtener un rédito por sobre el ocio – no puede existir la situación en la cual alguien busque cualquier trabajo por cualquier salario y no lo encuentre. En definitiva, como ya dijimos, será el valor que para el mercado tiene el aumento de la producción debida a la contratación de un obrero extra el principio que determinará el salario. Todo aquel que se encuentre dispuesto a trabajar por ese precio encontrará empleo. Sin embargo, aún en estas condiciones existen conflictos constantes sobre el salario y las condiciones de desocupación, lo que para esta escuela son quejas sin sentido, ya que “la organización capitalista ha derramado el cuerno de la abundancia sobre un proletariado que frecuentemente hizo cuanto pudo por impedir la implantación de aquellos sistemas que tanto han mejorado la vida de las masas”[5].
Para el pensamiento marxista, el obrero es la personificación del trabajo libre y ‘liberado’ de toda propiedad. Es el trabajo librado de toda relación directa con los medios de producción que aseguran su incorporación al metabolismo social. La venta de su trabajo, dada esta distribución de los medios de producción, aparece necesariamente como una forma imperativa y coercitiva. Sin embargo, esta relación social, como toda relación social en el capitalismo, aparece en su forma inmediata como un intercambio de equivalentes en el mercado. Los poderes sociales sólo se manifiestan bajo esta forma como atributos de las cosas que circulan. En este sentido, el obrero vende al capitalista un atributo propio como la capacidad de trabajar durante un tiempo determinado y recibe el valor de los medios de consumo que requiere para reproducir con la misma intensidad y precisión las tareas que el proceso laboral requiere. Bajo esta apariencia mistificada la explotación parece imposible. Sin embargo, si sólo nos guiáramos por las apariencias inmediatas que posee el movimiento de las formas del mercado, dejaríamos de lado los fenómenos más esenciales de la economía, aquellos que se refieren al mundo de la producción. El hecho de que un hombre venda constantemente una mercancía en el mercado puede llevar al análisis vulgar de considerar a este hombre como un capitalista porque es el ‘dueño’ de su fuerza de trabajo, cuando en virtud de la distribución de los medios de producción no puede sino hacer tal cosa so pena de perder toda relación con el metabolismo social que lo determina como ser humano. Sin embargo sería tonto pensar que la forma cosificada de la relación es una mera envoltura externa. Su influencia es muy fuerte porque impregna la conciencia espontánea del hombre en el capitalismo. Debido a que el obrero cambia su valor de uso por la forma universal de la riqueza (dinero) él mismo accede a las fuentes de la riqueza universal limitado únicamente por el aspecto cuantitativo. En este plano el obrero no se encuentra ligado a ningún objeto particular ni forma particular de satisfacción de sus deseos y necesidades. Sus limitaciones no se manifiestan sino como límites cuantitativos frente a la clase que lo explota, barreras que, desde el punto de vista puramente inmediato no tienen más determinación que una mera cantidad. Este aspecto ideológico que posee la cosificación del vínculo de explotación permite explorar todo tipo de disquisiciones acerca de la posibilidad que da el capitalismo para que cualquiera se convierta en empresario. Un poco de ese tipo de reflexiones basadas puramente en las formas ideológicas del mercado fue visto anteriormente respecto a las reflexiones de la escuela austríaca. Es, en definitiva, en el aspecto formal e inmediato puramente cuantitativo que adquiere la diferenciación de clases en el capitalismo que se encuentra una de las claves ideológicas para entender la naturalización de la conciencia libre, es decir, para comprender el fetichismo de la mercancía.
Cuando el capitalista compra determinada fuerza de trabajo por un tiempo, se hace dueño de su particular valor de uso, el de conservar con su actividad laboral el valor contenido en los medios de producción y el de reproducir/agregar un valor por encima de éste, un plusvalor. En este punto la Diferencia entre la actividad del ‘factor trabajo’ y el ‘factor capital’ (…) no es nada menor que, por ejemplo, la diferencia entre la actividad de un caballo y la ‘actividad’ del látigo que lo hace galopar”[6]. Esto debido a que, en el consumo del valor de uso específico que posee el obrero por parte del capitalista, la competencia lo obliga a aumentar constantemente la intensidad y mecanización del proceso laboral para adaptar su parte alícuota del capital a la productividad media del capital social que lo determina. Para él, el máximo de ganancias que puede extraer al obrero se encuentra determinada, en su piso, por el mínimo físico del salario, y en su techo, por el máximo físico de la jornada laboral, y en última instancia por el monto de las ganancias, es decir, que su salario nunca puede subir tanto como para provocar que el capitalista pierda interés en la explotación. Llegado a este punto, toda apropiación del tiempo de trabajo ajeno debe realizarse por medio de la creación de tiempo libre, es decir, por medio del aumento de la productividad del trabajo que permite crear la misma masa de riqueza en menos tiempo. El capitalista colectivo se embolsa la diferencia entre el trabajo necesario para reproducir al obrero en determinadas condiciones sociales y el tiempo que ha ganado con la incorporación de la maquinaria. En este intercambio formalmente equivalente entre el obrero y el capitalista, podemos observar ahora que el obrero nunca puede enriquecerse. Esto porque cambia el valor objetivado que le da el capitalista bajo la forma de medios de subsistencia, por la sustancia que crea el mismo valor, la fuerza de trabajo. El capitalista obtiene mediante el intercambio a la fuerza creadora del trabajo y la convierte en la fuerza del capital, erguida frente a él como un poder ajeno. Un poder que no es más que el de su propio trabajo objetivado. Al final del proceso productivo no puede más que aumentar la separación de trabajo y propiedad.
Solo negando como un dogma la existencia de las clases desde el inicio de la relación económica los austríacos pueden suponer la capacidad indistinta de todos para ser capitalistas, es decir, la falta de condicionantes objetivos que mantengan a un colectivo de forma necesaria en una determinada posición económica. Están presuponiendo lo que deberían probar. Si rompemos con la circularidad del argumento nos quedamos con las manos vacías. Marx, por el contrario, desarrolla el proceso de la formación de las dos clases fundamentales del sistema capitalista de forma dialéctica a partir de las determinaciones más simples del intercambio mercantil. Recordemos, una vez más que estas formas de desdoblamiento dialéctico son formas determinadas históricas también; son formas que buscan reconstruir las concatenaciones internas (objetivas) que necesariamente se manifestaron en el efectivo desarrollo histórico. Esta forma concreta de su emergencia es tratada en el famoso capítulo acerca de la acumulación originaria. Si partimos de esta realidad históricamente determinada por el modo capitalista de producción, que necesariamente se expresa a través de las categorías económicas de asalariado y capitalista, podríamos pensar, con Marx, por ejemplo que si todos los que obtienen un salario fueran capaces de ahorrar lo suficiente para volverse capitalistas, entonces eso sería una causa para la baja de los salarios, ya que alertaría que el precio que se paga por la fuerza de trabajo se encuentra muy por encima de su valor y presionaría a la baja de los salarios[7]. Pero este razonamiento que explica la imposibilidad de la existencia de una sociedad sin clases fijas en el capitalismo a partir de los propios mecanismos objetivos (económicos) se les escapa a los austríacos porque parten del dogma de la negación de las clases como punto de partida. Este error nace del intento de representar al capitalismo a partir de las categorías menos desarrolladas de la producción mercantil simple, basada en la propiedad de los medios de producción por parte de los trabajadores, aplicadas una sociedad basada en la explotación del trabajo asalariado
Sin embargo, lo dicho hasta aquí no habilita que tengamos que adherir a la hipótesis que afirma que en Marx existe una teoría de la pauperización de la clase obrera según la cual la masa homogénea de obreros se empobrecerían en masa cada vez mas de forma absoluta. Para tratar este tema debemos tener en cuenta que las magnitudes relativas entre el plusvalor y el valor de la fuerza de trabajo se encuentran determinadas por tres circunstancias. La primera es, por supuesto, la duración absoluta de la jornada laboral. La segunda es la intensidad con la cual el obrero trabaja. Y la tercera, la más importante, por la productividad del trabajo. Cualquier modificación de estos factores puede resultar en un aumento salarial o una expansión de la plusvalía extraída. Si se prolonga la jornada laboral se crean las condiciones materiales para un aumento de la plusvalía, y también – aunque no necesariamente- de los salarios en cierta proporción. Sin embargo esto tiene un límite objetivo (la cantidad de horas que posee el día), ya que si el obrero se vendiese por 24 horas perdería su condición de ‘libre’. Con el tiempo, con la regulación de la jornada laboral, esta forma de aumentar la explotación perdió importancia. En los últimos años, sin embargo, la flexibilización laboral y el aumento de las horas extras trajeron al presente formas de explotación del pasado que parecían superadas. La segunda forma de extracción de plusvalía deja de lado la extensión de la jornada y se centra en la intensidad del trabajo dentro de ella. En la misma cantidad de tiempo una jornada puede producir distintas cantidades de mercancías dados los demás factores, sólo aumentando la intensidad del trabajo. Suponiendo que todas las jornadas laborales aumentan su intensidad, el resultado sería una masa mayor de mercancías de menor valor unitario cada una. Si esto sucede con los medios de consumo de la clase obrera, el salario real de la misma puede objetivamente aumentar, aunque en estos casos siempre hay que observar que esto necesariamente aparece como posibilidad, ya que también puede suceder que la caída del valor de los medios de consumo salarial impulse a una caída de los salarios nominales que mantenga el salario real al mismo nivel. Sin embargo, para el capitalismo, la variante de mayor importancia es la que desarrolla la productividad del trabajo reduciendo el valor unitario de cada mercancía, y por lo tanto el valor de la fuerza de trabajo. Siempre y cuando el aumento de la productividad incluya las ramas que producen los bienes que entran dentro del valor de la fuerza de trabajo. Aquí, a diferencia de la posibilidad anterior, lo que varía en relación a los medios de consumo es su valor, no su masa. En esta posibilidad de extracción de plusvalía, puede darse el descenso del valor de la fuerza de trabajo junto con un sostenimiento de su consumo, ya que un trabajador podría consumir la misma cantidad con menor salario debido al abaratamiento de los medios de consumo que introduce la automatización del proceso de trabajo. En esta opción, dependiendo del aumento de la productividad, sucede algo paradójico. El obrero puede mantener su nivel de vida y hasta aumentarlo en ciertas proporciones al tiempo que relativamente se empobrece más en relación a la cantidad de mercancías que produce con su trabajo. Podrán participar en cierta medida de la mayor productividad que rinde su trabajo, pero nunca en la misma proporción. Esto plantea que en Marx ni el salario real ni el nominal agotan las relaciones contenidas en esta determinación. El salario relativo expresa la participación del trabajo en el nuevo valor creado por él, en relación con la participación que en él cabe al capital.
Por último, en cuanto a la desutilidad del trabajo, Mises eleva a un principio praxeológico (ahistórico) las desagradables consecuencias de trabajar, porque identifica al trabajo con el trabajo enajenado. Se identifica al trabajo en general con el sacrificio de libertad y alegría de las forma del trabajo que presuponen su explotación. De aquí que de todas las clasificaciones de porqué la gente trabaja deba reconocer que la que se realiza por recompensa monetaria sea la dominante. El ocio aparece como el estado más cercano al placer. El individuo identifica libertad con el no trabajar, es decir que la libertad consiste en alejarse lo más posible del metabolismo social que aparece como una fuerza coercitiva. De esta situación también brota la contradicción entre el individuo y la sociedad en el capitalismo, que no es más que la forma concreta mediante la cual se manifiesta la antítesis entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre. Vemos la naturalización del trabajo impuesto desde el exterior como sinónimo de trabajo en general. A Mises no se le ocurre que los desarrollos de productividad que nombra constantemente pudiesen producir tiempo libre que se manifieste en trabajo libre, esto porque parte del dogma que postula la existencia a priori de necesidades infinitas, para así deducir lógicamente la escases infinita y eterna de los medios para satisfacer las necesidades humanas.
[1] Von Mises, Ludwig. “La acción humana: tratado de economía”. Págs.861 -862. [2] Ibídem. Pág.863. [3] Ibídem. Pág.893. [4] Ibídem. Págs. 872 – 873. [5] Ibídem. Pág. 897. [6] Rosdolsky, Roman. “Génesis y estructura del Capital de Marx”. Pág. 600. [7] Marx, Carlos. “Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857 – 1858”. Pág. 229.
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